Decepción, silencio y paranoia: así vive el barrio de los acusados de violar a una menor en manada

Es el barrio Santa Rosa de Florencio Varela, donde nueve jóvenes fueron detenidos por presuntamente abusar de una chica de 17 años. Diálogos incómodos con sus familias y el clasismo machista entre pobres a la sombra de la cancha de Defensa y Justicia
El 2 de abril a las 4 de la mañana, Laureano Coria ofreció un trato en el muro de uno de sus cuatro perfiles de Facebook: le enviaría su número de teléfono a cualquiera que le respondiera su nuevo estado para charlar por WhatsApp. Más de una decena de chicas le contestaron en cuestión de minutos. Ni siquiera le envió su número a todas ellas, quizás acostumbrado a los comentarios como «bombón» o «bebé» en sus fotos de perfil donde exhibía a más de diez mil contactos su estilo canchero en las discotecas de Quilmes o sus abdominales chatos, como una tabla de lavar. Por lo visto pudo elegir. «Hablame, gorda», le dijo a una chica que le respondió, con su número de teléfono adjuntado de inmediato.
Ese chat de WhatsApp hoy no funciona: ya no hay que lo atienda. Laureano Coria envió su último mensaje el jueves 4 de abril por la tarde, minutos antes de que la Policía Bonaerense incautara su teléfono y lo detuviera en la casa de su familia en el barrio Santa Rosa de Florencio Varela junto a su hermano Octavio Joel, de 19 años, dos años menor que él. La redada ordenada por la UFI N°8 de la jurisdicción a cargo de la fiscal Claudia Brezovek golpeó otras puertas en el Santa Rosa. La Bonaerense se llevó a otros siete de sus vecinos y amigos, los hermanos Eric y Alexander Krich, Nicolás Barreto, Matías Lamboglia, Alan Gabriel Lazarte, todos ellos de entre 18 y 24 años y los llevó a una celda de una comisaría cercana.
Un menor, un adolescente de 14 años que vive justo a la vuelta de los Coria, fue también detenido y luego liberado dada su edad. Su causa fue enviada a una UFI de menores de la jurisdicción: el fiscal Marcelo Cipollone ordenó que vuelva a una celda de inmediato. La acusación en contra de los nueve era es de una barbarie total.
Un día antes, en la Comisaría N°1 de la zona, Miki, una chica de 17 años, una chica de un asentamiento cercano al Santa Rosa, se presentó deshecha en llanto junto a su ex novio y su tía Isabel, que se dedica al cirujeo con un carro tirado por un caballo. Había llegado al rancho de chapa de su tía poco antes, donde convivía con siete primos tras salir de un hogar de menores a comienzos de año, abandonada por su madre biológica, su padre ya muerto hace años, con una bebé de dos años en brazos, producto de una violación cometida por su padrastro.
Miki aseguró que la habían violado en una casa del Santa Rosa, justo frente a la cancha de fútbol, a donde una conocida la había invitado a una previa. Tenía una leve idea de quiénes iban a estar, varones conocidos de su hermano, entre ellos Laureano Coria.
Despertó en el piso frío del cuarto, en pánico, mientras recordaba chispazos, fragmentos de lo que había pasado. Se desvaneció en un momento, quizás por una pastilla en su trago, reconstruyó en su cabeza cómo los varones que según su relato la penetraron por la fuerza se turnaron entre sí para someterla. No recordaba la casa de quién, ni los nombres de quienes la habían atacado.
Fue atendida por médicos que le dieron una pastilla del día después y luego extrajeron muestras de su cuerpo mediante hisopados. Una psicóloga la consideró apta para declarar a pesar de su estado de shock. Luego, Miki ratificó su denuncia en la UFI N°8. Los nombres volvieron con el tiempo, uno a uno.
Infobae llega a la casa de los Coria, donde Laureano y Octavio fueron detenidos, y toca el timbre. Es jueves, 14 horas, hay una ronda de siete chicos agazapados en la esquina, poco más que adolescentes, fumando bajo sus viseras. Dos de ellos nos ven y se acercan de inmediato. Hay uno de pelo corto, cara angulosa con puntos negros, joggineta: es uno de los hermanos Coria, mayor en edad que Laureano. Saluda afable. Quizá cree que somos policías de civil, pero somos periodistas.El gesto se le endurece cuando se entera. El chico que lo acompaña se va corriendo. «Pensé que era para otra cosa», dice.
«No voy a dar información», asegura Coria, mitad precavido, mitad inseguro, que se niega a decir en qué comisaría están encerrados sus hermanos con una detención ya declarada por un juez de garantías. «Ya están en manos de la Justicia», dice, una obviedad. Todavía no los fue a visitar. Sus padres se encargan de eso.
«Vengan cuando estén mis viejos si quieren hablar», ofrece. Asegura que no conoce a Miki, se niega a dar un horario para regresar, un celular, un teléfono de línea de contacto. «Hay que escuchar las dos campanas, ¿no?», desafía antes de despedirse.
Nos vamos. Los chicos de la ronda se ponen de pie, comienzan a llamar por sus celulares, siguen por las calles aledañas al remise que nos transporta, hablan y hablan por teléfono. La radio del barrio modula. Sin embargo, otras frecuencias en el Santa Rosa hablan mucho menos. No hay miedo aparente a un linchamiento, a que venga una turba y prenda fuego un domicilio o mate a golpes a alguien en el pavimento como ocurrió en la Patagonia semanas atrás. No hay clamor contra los sospechosos de atacar en manada a Miki, no hay pintadas ni escrache, apenas algunos insultos en sus muros de Facebook. Otros eligieron la vía inversa, ensuciar a Miki con chismes, ponerla en duda. «Ah, la piba que violaron, vive por acá», dice tibio alguien detrás de una reja en un comercio.
El Santa Rosa, parte calle de tierra, parte asfalto, habituado a arrebatos, con la seguridad redoblada este año por robos a colectivos, con algún homicidio ocasional, quizás no sabe qué hacer con todo esto, con sus varones que se convierten en supuestos delincuentes sexuales.
El martes pasado al mediodía, Miki marchó frente a la UFI que lleva su caso. Su hermano fue quien hizo la convocatoria. Fueron amigos y familiares. Usó una imagen del Ni Una Menos en su post, generó empatía: algunas chicas del barrio ofrecieron plegarse, llevaron pancartas con las fotos de los detenidos, más de 250 personas compartieron el anuncio. A Miki le aterra que los detenidos salgan libres. La madre de uno de ellos, asegura Miki, amenazó con «partirle el alma» si no retiraba la denuncia, si no limpiaba el nombre de los chicos que había encarcelado con su testimonio.
Hay un sentido de pirámide en todo esto: son los turros deseables del Santa Rosa, los carilindos cancheros que van al baile o ella. Y las diferencias entre víctimas y supuestos victimarios son brutales, son las sutilezas interiores del desprecio en la pobreza del conurbano, traducidas en vínculos y revoque. Miki habla de sus presuntos victimarios como «los ricos», «los que tienen toda la plata», los que tienen abogados defensores, mientras ella se siente sola.
«Hablen con mis viejos», dice el hermano de los Coria, pero el padre de Miki está muerto y su madre la abandonó. La casa de los Coria es de material, con pintura reciente, dos aires acondicionados. Todas las casas de los acusados son de material. Miki, tras vivir en el rancho de chapa de su tía luego de estar cinco meses en un hogar de menores con su beba, hoy se esconde de las amenazas en una casa casi en ruinas que hace poco se incendió, ubicada en un asentamiento de la zona sur, cobijada por una amiga y su mamá.
A una cuadra de la casa incendiada donde se esconde vive el padrastro que la violó. Uno de los acusados, Alexander Krich, de 24 años, tiene un trabajo en blanco con obra social en una empresa de bicicletas en Capital. El ataque, aseguró Miki a Infobae, fue en la casa de Krich.
Originalmente, Miki ni siquiera era del Santa Rosa, ni del núcleo geográfico del barrio de donde son los Coria y el resto de los acusados. Vivió durante años en una casa aledaña, a unas cuadras de la cancha de Defensa y Justicia, que pertenece a su familia paterna. Infobae la visitó. Había una cortina raída tras un vidrio, una persiana de madera rota, rodeada por nidos de arañas. Una mujer de unos 25 años atiende: «A estos pibitos los conozco, iban a la Escuela N°19, son todos de por acá, unos atrevidos, un tiro al aire, de chiquitos pasaban y te tocaban el culo por la calle. Se mandaban mocos, pero nunca pensé que iban a llegar a tanto».
El único que no es del Santa Rosa estrictamente es Alan Lazarte, de 25 años, padre de un bebé de poco más de un año, el mayor de todos los acusados y el primero en ser señalado por Miki de acuerdo a información policial. Vivía con su familia a diez cuadras del hecho, en el borde del barrio, lo que solía ser Villa Mónica, en una calle sin asfalto, hecha de baches y charcos, en una casa de material, piso de cerámica, rejas negras. Su abuela es la que atiende allí:
«Sí, sé que está acusado por la presunta violación de una chica», dice la abuela, con precisión jurídica, mientras se lamenta que Alan no tiene trabajo hace un tiempo, que «andaba un poco ahí», y que «se junta con amigos que no trabajan».
«¿Yo qué tengo que ver con lo que hace mi nieto en la calle?», se ataja la abuela.
-Usted nada, señora. ¿Usted le cree a la chica que denunció a Alan?
-No sé si tengo para creerle.
Mientras, la abuela se lamenta por su nieto: «Siento lástima por él, se arruinó la vida, él y los otros, diez pibes que se arruinaron la vida».
La causa tiene un prófugo, Nehemias González, que según rumores se habría ido a Tucumán. Sin embargo, Miki cree que está ahí mismo, en el barrio Santa Rosa. Este lunes, la Superintendencia de Policía Científica llevará a cabo una prueba esencial para el expediente: cotejará las muestras extraídas mediante hisopados del cuerpo de Miki con sangre de los acusados. Y puede haber un onceavo sospechoso: la víctima aseguró que hubo otro joven en la pieza en donde fue violada, que no participó del abuso, pero que la golpeó, un posible cómplice. Para resolver esta pista, la UFI N°8 citó a tres personas a declarar.
La chica que llevó a Miki a la previa, quien ella sospecha que la entregó, todavía es considerada como una testigo por los investigadores del caso.
Por lo pronto, las cosas no se ven bien para los acusados. Fueron indagados el viernes pasado: todos se negaron a declarar.
(Fuente Infobae)

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